Por Jeannette L Clariond
En su ensayo “El crítico como artista”, publicado en Intenciones en el año 1891, Oscar Wilde escribía que toda crítica es un registro del alma. Y es que el arte nos mira, nos lee, deja su impronta en el ojo. Es ético decir que toda crítica es una autocrítica. Esto significa que el espectador no puede separarse de aquello que mira, de aquello que lo mira: lugar iniciático de la intersubjetividad. Siguiendo a Wilde podemos apuntar que la crítica es más gozosa que historiar o filosofar, pues estos últimos hablan de algo abstracto, no concreto; no detallan las particularidades, sino los datos; no usan el arte como espejo, sino van a la concreción del hecho. La crítica es la única forma civilizada de autobiografía.
En la obra de Arturo Marty existe el hecho autobiográfico, no por el acto de querer que se le mire, es su modo de asegurarse de que sepamos que está allí; no es una llamada de atención sino un clamor, una súplica. Es por ello que sus iconos nos acercan a la plegaria; no buscan semejarse al dios sino mostrar modos de aproximarse a lo sagrado. Arturo Marty no habla. Calla para abrir el espacio del habla. “La última cena”, 2008, muestra el silencio de Jesús. Él, en el centro, bendice el pan, mientras los discípulos, cada uno representando la condición humana, tienen el rostro de la traición, maledicencia, hipocresía, indiferencia, sacrificio, burla, vanidad, poder, infamia, calumnia, falsedad, mentira todos con el rostro de Marty. Dos cuchillos en la mesa y uno más en la mano de un comensal, delatan la agresión que se vive en el momento y de la que nadie sale ileso. Ni siquiera Marty. Dignificando el sentir, el lienzo es el espacio donde todo sucede. En “La última cena” busca nuevas formas de nombrar el dolor. ¿Quiere el artista mostrarnos la narración sobre Cristo? ¿Busca hablarnos del desierto, del Mar Rojo, del Paraíso en un solo lienzo? No lo podemos saber, pero sí podemos detectar ese eslabón onírico encabalgando las pinceladas desde el inconsciente como si el dolor en él oculto manase del pincel sin que el dolor se advierta. El cuadro es una suerte de condensación. A Arturo no le interesa hablarnos de la vida de Cristo, tampoco le interesa narrar los eventos de una historia sagrada o de un evento bíblico. Busca decir su vida en el lienzo, su pensamiento, su circunstancia, bajo ese estado emocional que sólo el arte procura: la parte espiritual de las pasiones de la imaginación.
Con trazos al modo de Van Gogh, o a través de alargamiento de las figuras al estilo El Greco, Arturo busca, no la imitación de un cualidad, es su modo de incorporar el tiempo, es la prolongación de su dolor. Al entrar en sus cuadros se tiene la sensación de entrar en un sueño, su sueño. Sus autorretratos prefiguran el rostro que nos llama e incita a sumirnos en esa profunda noche, no oscura, sino extrañamente plasmada como sublimación. ¿Qué hace un mar detrás de la última cena? ¿los nopales en primer plano con centellantes espinas? Las espinas no las ha llevado al Gólgota, ni a Cristo lo ha puesto en una cruz. No. La mesa y los comensales son el signo del 2008 en Nuevo León, en el mundo, es su mundo interior. La violencia se deja ver en la vibración meditada del pincel: hay un tremor y hay una técnica, pero hay también la expresión de un cielo lejano y ajeno, un océano que nos divide: rostros, bocas, manos, cuerpos, todos tienen algo que significar.
El mundo moderno ha mostrado una enorme incapacidad de articular una sintaxis. Bajo extrañas formas las redes incomunican, nos dejan en la superficialidad, una falta de compromiso con el lenguaje: “Igual que la inflación momentánea hunde la confianza en la moneda, la inflación de historias arruinó la confianza en el relato”, escribe Christian Salmon, sustentado en la política global que nos devora, y de la cual no estamos exentos de un alto grado de responsabilidad. Coleridge nos advirtió, no sin cierto cinismo, de las masas excesivamente crédulas pues vivimos bajo “la suspensión momentánea de la incredulidad”. Giramos la cabeza hacia el otro lado, sin ver el rostro genuino del arte, el que permite la irrevocable adhesión a una realidad más real que la del mundo actual. Esta desarticulación sintáctica del lenguaje se traduce en lo superfluo, lo banal. Compromiso es desnudarse, autorretratarse, mostrarse, palabra llave en la obra de Arturo Marty, vinculada al lenguaje onírico del Bergman tardío. El director-actor-dramaturgo lleva a sus personajes al límite: desnudez, sueño, crepúsculo y blancura son, en Bergman y en Marty, reflexión poética de Heart Crane en el resuello del oleaje:
Apenas se oían los sauces,
Una zarabanda de viento segó la pradera. Nunca pude recordar
Esa sosegada agitación de los pantanos
Hasta que la edad me trajo al mar.
Mar, agua, pantanos son todos son una misma agitación que nos lanza al origen, al dolor, de esa primera voz o cicatriz del agua irreconciliada. Una de las películas más bellas y poéticas de Bergman, Zarabanda, una autobiografía, un retrato del dolor del hijo, parece reverberar en Marty, con la reinvención del padre. El conflicto con la fuerza paterna simbolizada por Jesús en Martí o su trasposición en lo sagrado por el martirio del hijo en Bergman (recordemos la secuencia de imágenes de mártires que mueven a ver sangre donde quizá no la hay), presume y subsume la teatralización del yo, el drama de la vida acentuada por la música de Bach, el cuerpo desnudo que pide cobijo a la mujer: escenas de un desamparo cuando se retrata la falta. En Arturo Marty, el resquebrajamiento del mundo del artista se ve en el temblor de su pincel, en el tremor de la piel, en la misma palidez de los cuerpos que, sumidos en el sueño, parecieran no querer salir al mundo pues saben que la realidad, esa única ola serena del lienzo, es a la vez sed y deseo, miedo y goce, fragilidad y voluntad. Dice lo que sólo el sueño dicta: “Todo ángel es terrible”. Rilke, tan cercano a la sacralidad y tan próximo al temor de aquello que más necesitaba dice en su primera elegía: ¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes angélicas? En Rilke, como sucede en los cuadros de Mary y en Zarabanda de Bergman, lo bello se acerca a lo sublime y se convierte en lo siniestro. Esta soledad de Marty, el abandono de Bergman, esta precariedad de Rilke son los grandes temas del arte en la actualidad. Hablo del arte serio. Del cine serio. De la alta poesía. Hay una incompletud que disgrega al ser humano en lo sume en dos mundos opuestos: el sueño y la realidad, lo visible y lo invisible, y lo material, y lo inexistente que sólo el artista ve.
Bergmaniano o rilkiano, Marty quiere, desde 1995, presentarse en el drama de la existencia misma, autorretratos que propician la belleza por el sacrificio, actitud que llevó hasta sus últimas consecuencias Bergman. Pero también lo hizo en sus poemas Heart Crane a quien posiblemente conociera Lorca en Nueva York. Todos los rostros y uno más muestra en su obra Marty; colocados a la derecha del padre, no se ocultan ni se disfrazan, esperan, atentos, la palabra que pueda redimir el dolor como un desierto sobre el mar. Pero en su mar el verdor florece como un destino que esperara su propia bendición. Antes de ocultar su rostro, Arturo pide que lo miremos. Viene a mí un fragmento de James Merrill:
Donde escondí mi cara, tu caricia, pronta, misericorde,
Vendó mis ojos. Un dios aspiró desde mis labios.
Si eso fue ilusión, deseaba que durase;
Que por su diaria dosis permaneciera con nosotros allí,
Limpiando y regando, suspirando amorosa o dolorosa.
Esperaba que subiera cuando fuese necesario, incluso
A alturas de degradación, ya que me parecía
Que aquellos días estaba siempre ascendiendo
A un mundo de silvestres
Flores, regocijo, lágrimas… ¿o era yo quien caía, con las piernas
Dobladas, cumbres, profundidades,
En un charco de lluvia cada noche?
Pero tú estabas por todas partes, a mi lado, encubierta,
Como quien no está, en la risa, en el dolor, en el amor.
“Intersticio”, 2009, uno de los cuadros que más se acercan a este sentimiento, tiene como personaje principal esa mujer onírica-central en la vida del sueño y los soñantes que la miran. Como un universo invertido en donde lo azul ocupa el color de la tierra y el ocre-marrón, el del cielo, el artista retiene la figura de la madre-mar, la lívida cara de quien un día fue sustancia de una casa y ahora son sillas vacías, estancias sin muebles, dormitorios de luces encendidas pero cuyos durmientes asoman desde el umbral al mundo exterior y sólo ven a la madre soñada: “Como quien no está, en la risa, en el dolor, en el amor”. La obra de Marty es pues un lenguaje teatral de espacios, vacíos, luces, silencios… su pintura habla de la crudeza que se refleja porque no hay allí nada superfluo, todo está al desnudo, interpelando nuestra voluntad que se afana por querer entender lo que no ha sido revelado para el conocimiento. Arturo Marty y Silvia Ordóñez han traído el silencio que necesitaba Nuevo León, alivian la desnudez, procuran alimento y visión a nuestra falta. Silvia es alba, Arturo, crepúsculo. Ambos necesarios en nuestra caída. Cierro con el fragmento de Jay Wright dedicado a San Agustín:
Esta es la danza de lo que no cambia
y de lo que cambia,
la intensidad del espíritu
para la tolerancia del mundo.
Conocer es movimiento en el crepúsculo,
un estado de caída en la visión.
Jeannette L. Clariond
Noviembre 7 de 2019
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