[1ª carta]
Tu Cuaderno parece un texto memorialista. No lo es. Parece una crónica familiar. En absoluto me lo ha parecido. No es biografía, o esa biografía al uso que se ordena alrededor del aturdimiento del tiempo. No hay datos, no hay concreciones, no hay fechas. No hay ningún ruido. Tu Cuaderno, te esfuerzas por decirlo muchas veces (23, 55, 58, 64, 70, 77, 83, 115), pero ni siquiera era necesario, es un libro sobre el Silencio. El silencio como la materia que sedimenta la vida al pasar por el cauce del tiempo e irse. Después de irse. Ese silencio: el grano que queda en el cedazo luego que la brisa se haya llevado volando los fragmentos de la paja, es decir, el tiempo monocorde. Silencio como experiencia interior. Eso es tu Cuaderno. Una experiencia interior. No es una biografía exterior, de datos y fechas, sino de imágenes que han quedado grabadas con los ácidos del sentir —del dolor y de la alegría—, bajo el tórculo del tiempo, sobre el papel del alma.
Si tu Cuaderno hubiera mantenido solo ese propósito, ya sería genial. Ya sería un libro genial para mí, que solo busco en la poesía esa biografía interior, y tu libro es un gran libro de poemas (qué espléndidos son) engastados en un fluir poético. Pero conforme avanzaba me iba dando cuenta de tu Cuaderno era algo más. Fíjate, en la página 77 dices, como si no dijeras nada importante: «Más que árbol la lengua es raíz, gen que te muestra el camino hacia la casa». Antes de esta frase habías puesto en práctica el carácter radical de la lengua, su condición de raíz germinadora de lo real (no de la realidad, observación de una lucidez pavorosa). Pero a partir de esta frase tu libro toma una dirección nueva. Esa actividad radical de la lengua emprende un camino, y el camino conduce a la «casa». Ahí ya me has deslumbrado. Esa biografía interior, ese silencio de las imágenes construyen. Construyen el espacio del ser. Mejor, los espacios. Lengua y vivencia crean en la realidad lo real (no puedes decirlo mejor), y esa creación es un espacio. Un espacio que existe en lo real porque existe en el interior (y no al revés, como creen los turistas). Y acabas —tras una serie de lúcidas reflexiones sobre esa construcción (102, 106, 108, 114, 115)— formulando el lema que ampara al Cuaderno, a ti y a tus lectores, que contigo también se encuentran a ellos mismos (el maravilloso misterio de la literatura): «El paisaje nos define. El paisaje exterior es un reflejo de nuestra alma…» La construcción de un paisaje desde el interior, ese es el logro de tu Cuaderno.
Para mí, tu libro tiene un valor inmenso. Las civilizaciones antiguas no distinguían ente espacio y tiempo. Era un único concepto y una única experiencia. Pero desde que se empezó a discriminar espacio y tiempo, este se convirtió en un tema universal y el espacio quedó relegado a un mero recurso, una circunstancia. La mención al tiempo es un tema, y un paisaje es una descripción. No existen temas vinculados con el espacio. Desde hace algunos años ando peleándome contra esta concepción del lugar. Y por eso he sido tan feliz al descubrir tu libro: me ha nutrido con nuevos y reveladores argumentos. Tu libro habla del espacio no como un conjunto de recursos, como una decoración, sino desde la profundidad del ser. Desde donde nacen los temas. Es más: tu libro construye el tema del lugar. Del paisaje. El lugar es la manera de comprender el sentido más hondo de la existencia. Tu Cuaderno, desde el principio (la intuición del silencio, tan certera) hasta el final (la convicción tan lúcida y visionaria de que «El paisaje no es exterior») es la construcción de ese tema que no existe. Que no tiene nombre.
[2ª carta]
En un momento de tu libro (60) dices que el proceso de búsqueda de uno mismo es un acto de religiosidad, que no de religión. Y luego diferencias una de otra. Perfecto. De hecho, el Cuaderno es un proceso de búsqueda, y no solo de ti misma, sino de ese estadio en el que la experiencia se, digamos, purifica —pierde la contingencia temporal y se acendra en el espacio—, y este proceso es un acto de religiosidad. En este punto me gustaría introducir un concepto que no quise utilizar en mi carta, porque aún no lo tenía lo suficientemente claro. El concepto de misticismo. Una mística vinculada no a la religión —donde el camino busca lo sagrado—, sino una mística de la religiosidad, cuyo camino de trascendencia es reflexivo: parte de uno mismo para llegar a uno mismo. Parte de la vida temporal para llegar —en este punto tú has proporcionado un término esencial— al Silencio, como expresión purificada de la vida. En la carta no me atreví a afirmarlo porque, pese a que lo intuía desde el principio, no quería que sonara a mero lenguaje figurado, pero ahora lo veo con gran claridad, tu libro es una propuesta de mística contemporánea, en el que los elementos que constituyen el estar en la existencia —sujeto, circunstancia, espacio y tiempo— se combinan de una manera diferente en el ser, en su esencialidad. Pero no es una mística filosófica, sino poética. Por eso no hablas de ideas, sino de tu madre, de tu tío, de tus abuelos, del internado… Todo ello no forma parte de la combinación biográfica dominada por los conceptos de tiempo y circunstancia, sino de la combinación mística, interior, trascendida, de sujeto y espacio. Las cosas concretas de las que hablas en el libro se sitúan en el polo opuesto de la crónica: construyen desde dentro.
José Ángel Cilleruelo
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