a Harold Bloom, in memoriam
Discípulo de Antístenes (siglo V a. C.), Bloom sí fue un cínico: objetó los convencionalismos –no los sociales, sí los aceptados por “escuelas” a las que nunca se adhirió–. Desde los años sesenta, él manifestó su desacuerdo en seguir una tradición según raza, género o país. Buscaba unir voces bajo la estética que el alma registra, tal y como Wilde maduró la crítica. ¿Qué hay en esa voz que me remite a otras voces y me lleva a imaginar (misunderstand) lo que hago conscien- te en el poema? Bloom, Wilde y Walter Pater (Mario el epicúreo) vislumbraron esa unión en el atomismo. Antes, Mosco de Sidón habló del universo compuesto por partículas indivisibles llamadas átomos “que no se pueden cortar”. Así entendió Bloom la tradición. Bajo el símil del atomismo replantea un canon cuya estética es la búsqueda de lo que une, lo que –como los átomos– viaja en una sola dirección: estéticas y perspicaces, las voces se desvían antes de caer, triunfan sobre el lenguaje que las precede. La voz desviada ha de ser fuerte (starke dice Nietzsche). Fuerte en sentimientos, fuerte para destacar entre otras, fuerte para per-durar. ¿Qué hace el teórico o la escuela? Corta. Cuando terminé la maestría en letras españolas en Monterrey, pedí a mi asesor me permitiera no usar un marco teórico aduciendo que Gadamer pasaría, también pasarían Ricoeur, Derrida... no me lo permitió. Bloom, humanista, defendió hasta su muerte ser crítico como lo entendió Wilde: quien mira la poesía como un registro del alma.
La crítica es la única forma civilizada de autobiografía. Nacido en el South Bronx, con el yidis como lengua madre, aprende el hebreo literario desde pequeño. Esto lo conducirá a los estudios bíblicos, raíz de gran parte de su conocimiento para desbrozar el llameante follaje de los poetas norteamericanos en seminarios que impartió durante cincuenta años en Yale. No se nutría de teorías. La unión de miradas (la estética) era lo que le atraía, el silencio, la fuerza en la transmisión de los sentimientos que exigió Pseudo-Longino. Examinó el hilo unificador de las voces. Ese, su humanismo, su estética perspicaz. Mostró su “canon” y lo defendió. No como verdad sino como Sublime. Sí, también fue discípulo de Coleridge y Wilde. Más que historiar buscó dejarse penetrar. Su distintiva manera de entender y asimilar la poesía difería de la crítica implementada en los años setenta por Derrida, Paul de Man... Harold Bloom no habla sur la parole, la palabra le habla a él, se le revela como sucesión de imágenes que aparecen de forma original en los poetas de esa tradición, cada uno con su peculiar modo de decir. La gran tradición metafórica, por ejemplo, de la ceguera o el vacío culmina para él en “Las auroras de otoño” de Wallace Stevens. Lo cito:
Una gran y estremecedora tradición metafórica del “vacío” culmina a medida que Stevens camina por la playa: “El hombre que camina mira ciego la arena.” John Milton, invocando ciegamente la Sagrada Luz, lamenta: “un vacío universal / de las obras de la Naturaleza en mí borradas y destruidas”. Samuel Taylor Coleridge, confrontando su “Aflicción: Una oda”, contempla un presagioso cielo: “¡Y aunque veo, mis ojos están vacíos!” Coleridge alude a Milton y Ralph Waldo Emerson logra conjugar ambos: “La ruina o vacío que vemos en la naturaleza está en nuestros ojos.” Emily Dickinson, obsesionada con esta metáfora, se ve a sí misma saltando “de Vacío en Vacío”, en un laberinto sin hilo que la guíe. En Stevens, el blanco aciago reducido a una primera idea se modula en una vacuidad creada por su imaginación. El hombre que camina en la arena –el poeta de sesenta y ocho años– se queda en blanco, observa un vacío, su mirada habita en la blancura, en el contexto de un hueco universal, al percatarse de que todos los poemas hasta ese entonces escritos le parecen insignificantes. La aurora boreal amplifica el cambio, lo confronta con la ruina.
Las apreciaciones de Bloom son significativas al unir todos los vacíos y trenzarlos en un solo hilo. De Stevens hacia atrás, recorre cada verso para llegar a ese poema que lo nutre, y al anterior, y así lo hacía con los estudiantes cada miércoles de una a tres, en busca del verso anterior, del poema, del poeta siglos atrás hasta llegar a la obra, al personaje, al parlamento, a la línea que hizo detonar el canto de Stevens desde William Shakespeare: “Este es nuestro drama: vivir atados a un sueño. / Tal el destino de la acción del destino.” En Hart Crane vio el orfismo norteamericano, muy cercano al Shelley de “Oda al viento del Oeste”. Y con Hazlitt: “... así como el Destino, la Fuerza es inmensa, otra evidencia en este mundo dual, inmenso. Si el Destino sigue y limita a la Fuerza, la Fuerza escucha y se opone al Destino”. Iba y venía por los versos; ciego también, impartía sus seminarios con entrega y pasión. Dice que el hombre que camina ciego es Stevens, pero ve a Milton, Blake, Dickinson... ojos vacíos que más tarde leerá John Hollander en “El sueño de Nabucodonosor”, mundos cargados de significados y sentido, lecturas que van del rabino Isaac Luria a rabí Moshé ben Shem Tob de León, creador del cuerpo central del Séfer ha-Sohar.
“¿Qué Biblia leyó Cervantes?”, me preguntó en la segunda sesión. Comencé a ver a Isaías en Bishop: “Todo es plata.” Me dejé atravesar por los salmos de W. S. Merwin. Percibí la oscuridad en Charles Wright, allí donde surge san Juan de la Cruz. ¿No es Harold Bloom un puente para entrar al Siglo de Oro español? ¿No es el modo de leer a Anne Carson? De ella, Bloom dice: Carson añade su propio sello vital; Isaac el Ciego se convierte en el dragón de lo Profundo, azotando su cola, atestiguando la creación de la catástrofe. “El nombre de Dios” muestra a Carson como su propia cabalista:
El nombre no es un sustantivo. Es un adverbio. Como los pequeños cuadernos oscuros que traía Beethoven en el bolsillo del abrigo para que en ellos escribieran quienes querían conversar con él, el adverbio Dios es calle de un solo sentido que siempre llega a ti. Ni para qué decirte lo que es. Medítalo, asimílalo.
Todo acto de pensar le viene de lo que el mismo Bloom deja por escrito en su último libro: “Los poetas, Cabalistas, los críticos necesitan transformar la opinión en conocimiento”, idea que retoma de Samuel Johnson. No apuntala a la opinión pública sino a lo que la lectura profunda siembra en la mente del lector: la idea de sí mismo; de otra forma no se entendería que para Bloom la lectura será siempre la más alta forma de autoconocimiento: el ingenio supremo como una de las más altas capacidades cognitivas. Falstaff es tan inteligente como Hamlet. Pero Hamlet es embajador de la muerte mientras que Falstaff lo es de la vida, dice en Falstaff: give me life: dame la vida, uno de cinco libros que entregó antes de morir; sin duda su mejor autobiografía. Lo vi interpretar a Falstaff en el Yale Center for British Art, rebosando humor y vita- lidad, un papel que había interpretado en Cambridge, Massachusetts, con el American Repertory Theater; lo escuché leer a Whitman, preguntarse sobre la existencia, la verdad, interrumpir la clase para relatar la anécdota sobre Paul de Man atesorando sus libros en la nevera.
Hace apenas tres meses fui a visitarlo. Seguía dando clases en Yale, así eligió morir: leyendo y enseñando. Como Epicuro, creyó en el azar. En el encuentro con el otro a través de quien descubrimos the best and the oldest in us. Cómo extrañaré su saber, su mirada, su humor, su memoria prodigiosa albergadora de poemas que lo marcaron desde la niñez. Harold Bloom legó a los anglosajones lo que deseó para él. Lo dijo en entrevista a Charlie Rose: “La lectura solitaria es un don, un talento, un destino.” Aquellas mañanas caminando del Omni a Yale, por Chapel, entre arboledas, arriates recién podados, pájaros, nubes... quedan en mí como una imagen imborrable. Harold Bloom fue mi maestro de vida, en mí despertó la humildad ante la Palabra, remanso espiritual que no se puede traducir. Viene a mi memoria un poema de Charles Wright incluido en La escuela de Wallace Stevens:
Si la historia es una repetición, que no lo es, la condición de toda cosa tiende a la condición del silencio. Cuando se detiene el viento, hay silencio. Cuando las aguas se ponen de rodillas y sumergen su frente hasta el fondo, hay silencio; cuando las estrellas asoman mirando hacia abajo, oh Señor, llega la quietud. ~
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