top of page

El fervor del Origen: Jeannette L. Clariond por Jaime D. Parra

Updated: Mar 15, 2021





La diferencia entre la visión cotidiana y aquella que es propia de la poesía y el arte en general reside en sus distintas maneras de enfocar y percibir la realidad (…) Jeannette sabe sugerir, con la necesaria ambigüedad de la poesía, la incertidumbre que anima al poeta. (…) El poema es el viaje que nos lleva al origen, “ese sitio incierto donde arde en silencio la revelación”.

JOSÉ CORREDOR MATHEOS

Mariposa fenicia voló de Monterrey a Babilonia, “portal de Dios”, como es el nombre sacro. Descifró el mito, habló con el origen (…) Isthar guarda el Descendimiento, lo bellísimo de estas páginas. Sigan ellas diciendo el mundo de Sumeria a Chihuahua, sigilosamente, así.


GONZALO ROJAS


No es biografía, o esa biografía al uso que se ordena alrededor del aturdimiento del tiempo. No hay datos, no hay concreciones, no hay fechas. No hay ningún ruido. (…) El silencio como la materia que sedimenta la vida al pasar por el cauce del tiempo e irse. Después de irse. Ese silencio: el grano que queda en el cedazo luego que la brisa se haya llevado volando los fragmentos de la paja, es decir, el tiempo monocorde. Silencio como experiencia interior. (…)  No es una biografía exterior, de datos y fechas, sino de imágenes que han quedado grabadas con los ácidos del sentir —del dolor y de la alegría—, bajo el tórculo del tiempo, sobre el papel del alma.


JOSÉ ÁNGEL CILLERUELO


ORIGEN Y GÉNESIS


Marius Schneider, en su obra mayor El origen musical de los animales-símbolos defiende una visión del mundo que se basa en el principio o noción de origen. Según Schneider, apoyado en ciertos principios hindúes, el universo es música y todo se originó del sonido creador. “El son no sólo es el principio más alto que une el cielo y la tierra, sino el único elemento inmortal”. Hasta el sol es cantor –luz y sonido–, y emite su son y su canción. Así el mundo es como un sistema de correspondencias y el conjunto de un todo que forma una armoniosa cosmogonía. Por tanto, todo está unido en un sistema de analogías, todo se reúne en el simbolismo del origen. Elémire Zolla, su seguidor, también ve el mundo como una doctrina del origen en su Uscite dal mondo (Salid del mundo). Y en esa ideología se fundó también la poética de Cirlot, la que sustenta su Diccionario de los símbolos, una verdadera poética del origen. El mismo Gaudí, original en todo, constructor de una de las obras arquitectónicas más bellas del mundo moderno, afirmaba que la originalidad es volver al origen; ejemplo de ello es la síntesis que realiza entre la piedra y el hierro, entre el barro y el vidrio, el aire y la luz, donde se juntan con las formas florales las geometrías caprichosas de los comienzos, modelo de unión de imagen y naturaleza, arte y vida. Pensamiento elaborado al armonizar los elementos y la humildad del artista creador. También Salvador Pániker en su Aproximación al origen nos dice que algo nos estamos perdiendo, si nos alejamos de la verdadera raíz, que es la fuente de todo. Parece un reclamo externo, como el de Peregrinación a las fuentes, de Lanza del Vasto, pero se trata de un viaje interior, iniciático. Poéticas de regreso o búsqueda del origen son también la de Carmen Borja, que le lleva mundo céltico; la de Chantal Maillard, que le lleva al hinduismo; o la de Clara Janés, que se acerca al sufismo. Poéticas de ida o vuelta. En esa línea de búsqueda de unos comienzos se halla igualmente el mundo creativo de Jeannette L. Clariond. Pero el suyo no es un camino de ida o de regreso: es un encuentro. Hallazgo tras los exilios.


Nacida en la ciudad mexicana de Chihuahua en una familia de origen libanés, Clariond,  en su obra, no ha hecho otra cosa que recorrer ese camino: regreso a la fuente. En su caso, a lo símbólico sumerio: desde la saga de Gilgamesh o el Poema babilónico de la Creación. Así lo vemos en su Cuaderno de Chihuahua o Todo antes de la noche, que desciende a la raíz, y a la madre, línea de Ayub. De Douma a Duma. De dunas a dunas. El paisaje pareciera provenir del exterior, pero está dentro. El color parece una emoción, pero es del verbo. La melancolía parece un estado, pero es el secreto, en busca de la lengua. Aquella que latía en la fibra de El profeta, Gibran, el poeta de los libaneses por antonomasia. La voz en exilio. Lo que vive despojándose, en su desnudez, y está en desamparo. “En la lengua está el origen de los afectos” (p. 48), escribe Clariond. Un inicio que busca en lo blanco, en el desierto, en la sed, en la piel, en la herida: “El cuerpo de mi lenguaje nació de aquella su blancura” (p. 14). Blanco es también el silencio, blanca la luz, blanco el aire del exilio. Blanca “la sombra blanca que crecía” al amparo de las dunas: Chihuahua, Sumer. “Todo origen es blanco” (p. 43). Y con ello define su mundo. Su génesis escrituraria, que tiene lugar en la infancia. “Siempre estamos escribiendo la infancia”, dice.


En el Cuaderno de Chihuahua, su verdadera poética, Jeannette L. Clariond se encuentra ante una problemática semejante a la que María Zambrano plantea en Algunos lugares de la poesía:[1] un enfrentamiento con la categoría ubi. Un lugar que no pertenece a la geografía, que no remite a la polis, sino al topos sagrado de los orígenes. El lugar de la imaginación cognoscitiva. El lugar de la poesía no es el mismo de la historia, el ruido: el lugar propio de su palabra poética es el silencio. Y esa búsqueda del silencio, o hablar desde él, es una de las características esenciales de su creación: silencio de los referentes, silencio en la expresión, –fragmentos–, silencio del alma. Expresión contenida: reticencia. Pulcritud y esencialidad. Poesía secreta. “El silencio revela al corazón en su ser”, dice María Zambrano,[2] y “El verso es entonces continuidad salvadora”, añade.[3] El espacio poético no es cualquier espacio, la poesía tiene el suyo propio, que es tan real como el otro. No hay copia: hay vida. “La poesía, dice Zambrano, así ejerce una función compensatoria y enderezadora del hombre en su historia, recordarle la vida, conducirle a su fuente”:[4] la palabra poética –sigue diciendo– es la “palabra viva”, que “atraviesa desiertos”, como la pastora Marcela, de Cervantes, cuando afirma: “Fuego soy escondido y espada puesta lejos”.[5] Eso es la poética de Clariond: la creación de un lugar que parece exterior que pero que remite a un centro: el centro interior. Un lugar que no es lugar, sino un no-dónde. El espacio visto así es una hierofanía, como señala Eliade. Por eso, lleva razón Cilleruelo cuando define el libro como una “mística contemporánea”: desde el silencio, una experiencia interior.[6] Realismo místico.

Entra en poesía Clariond desde niña, y sostenida por el efecto vivificador de la palabra. La escritura como un espejo para hallarse, inventarse. Como una nueva Alicia, en su cuarto azul encuentra, en su silencio, un espacio para la música, que es la guía en sus poemas, recordándonos con Gadamer que en el sonido está el sentido. La música acompaña su palabra, la palabra que busca, sus pasos generan ritmos: esa melodía le acompañará siempre. Allí, en su niñez, inicia el diálogo interior de la voz que en sí tiene todo el silencio. El que contempla sus raíces, o roza los orígenes. Así hallará también el timbre de lo real, el lenguaje en extranjería. Es la adolescente que se empapa del sentimiento del mundo, como lo llamaba Ungaretti. Aquel donde la lengua es casa del ser. Pasará más tarde por momentos de ensayismo, pero la vena lírica late al fondo. Su poesía se inicia: “Me hundo / en el deseo / de perderme /  en el estanque / que me agita”. Una pérdida ligada a su deseo de adentrarse en sí misma. Entonces, su voz emerge, hecha, sincera, firme, viva. Porque la poesía de Clariond no vive de las imágenes: viene de la vida. Todo es real.

EL HAMBRE Y LA SED

Su obra surge de la vida y luego se convierte en tejido lingüístico. La poeta se aparta, se aleja. El poema se hace realidad: es el lugar donde transforma las vivencias. El lugar alquímico de los vocablos. Poesía es experiencia transformada, dijo Octavio Paz. Escribe y lucha con las palabras que son ella misma. Palabras intranquilas, que tiemblan, fragmentos de astillada claridad que crean litorales, con formas irregulares. La expresión contenida, de lenguaje cristalino, con rasguños o heridas. Reúne el resultado en un cuaderno y lo llama Mujer dando la espalda (1995).[7] Un bello libro, en cinco partes. Obra de insumisión, como señala en el prólogo Ricardo Yañez: “dar la espalda es negarse”: entrar al corazón de la semilla.

La poeta empieza por el principio: “Génesis”. Surge así la primera sección y el poema que comienza: “Como un espejo que sangra / como una herida que escurre / resbalo”.[8] Una imagen inquietante. A este suceden otros, como “Erosión”, que vertebra una luz interior, a través de la tierra cuarteada, una visión: “El agua escurre hacia las calles / ramas y piedras entorpecen el rumbo / y el pavimento revienta en grietas / viejas heridas” (p. 17). Así, con expresiones de vida y verdad, surgen diversos poemas, como “Obsidiana”, “Transcurrir”, “Isla Contoy”, “Tzintzuntzan”. La poeta ya tiene su voz, su ritmo, su ars poetica. Lo que sorprende no es el acento, el tono –acendrado–, sino la atmósfera, el trasfondo simbólico: el paisaje como anclaje, la palabra como labra. “Paisaje deviene destino” (p. 61), dice en un verso que es un aforismo. “Somos lo que miramos” (p. 61), añade. Así la poeta lo lleva todo a su mundo interior en su lenguaje: sus heridas.

En la segunda sección, se valdrá de temas prehispánicos como pretexto para expresar-se: sus mitos, elementos y fenómenos. La tierra, el viento, el agua, el fuego, el movimiento. Y surgen nuevas perspectivas: los cinco soles. ¿Hay que recordar, con Alfonso Caso y otros autores,[9] la relación que todo ello tiene con el calendario sagrado de los náhualt?  Los soles de los antiguos mexicas, medían un tiempo a partir de un número simbólico, el cinco, relacionado con quincunce, el quinto sol, el del movimiento: nahui ollin. Todo para generar vida, para que la luz no muera, ni quede como el “dios del corazón detenido”, que fue Osiris, en el Libro de los Muertos egipcio. Por ello, también evocará en un epígrafe el Popol Vuh: “Rozarás la transparencia y no tendrás miedo de caer”. Este contacto con las culturas de México antiguo, tampoco debe extrañar en una autora que quiso ser arqueóloga y dedicó su tesis al Pensamiento y religión en México antiguo.

En las secciones restantes –“Tibio ascenso”, “Destino”, “Augurios”– nos da ya la medida de su voz y de su atmósfera: la pulsión controlada, la preferencia por los claroscuros, el equilibrio de contrarios: entre deseo y ausencia, vida y muerte, tiempo y destino. Es significativa la presencia de imágenes fugitivas, expresada por los verbos de acción (“caer” “alejarse” “perderse”) y por nombres de sema o prefijación negativos (“despeñadero”, “desamparo”, “destino”, “ausencia”). Aunque no menos sorpresiva es la poética de lo breve, otras veces, con sus líneas escalonadas, manteniendo una fuerte sugerencia y simbolismo de fondo, como en “Amor”, de gran belleza en su síntesis: “AMOR”: Una flor / blanca / en el pantano”. Mujer dando la espalda, así, se instaura como una gran obra. Poesía primera, primordial. Con ella quedaría finalista del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde. Aunque lo que a ella realmente le importaba era escribir; y escribir bien. Y Mujer dando la espalda es un libro bien escrito.

Dos años después aparece su segunda obra: Newaráriame (1993),[10] que significa “recuerdos” en lengua rarámuri. “Recuerdos” o “memoria”, éste es también un libro memorable, premio Efraín Huerta. Se trata ahora de una obra tripartita, que engloba “El pan de cada sombra”, “Descenso” y “Niebla”. Nueva inmersión en el origen, aquel que defiende como poética. Y a partir de ahí recrea su “vivencia lírica” con la que busca dar una respuesta a su sed o su hambre de palabras: agua, pan. “Pan” es el alimento sagrado de nuestro ser y nuestra sustancia, el haoma que da la vida y la eternidad. El pan de la poesía. Por eso, en el arranque del primer poema escribe: “La hacienda, pan / todo guarda su nombre bajo la sombra”. Y más tarde, en otros versos, sugiere otros ciclos internos. Para crear, ya casi hacia el final (XI), versos de gran evocación, que resplandecen entre el vacío y la memoria: “Siete vados / antes de entrar a la ciudad / aun esparcen su mancha neblinosa”. “Agua” es la vida.                                                           


Aparecen después las siguientes secciones del poemario que completan la estructura ternaria: “Descenso” y “Niebla”. En “Descenso” (I-VII), título que puede recordar al William Carlos Williams de La música del desierto (1954) (aunque Clariond es más contenida y hermética que Williams), cierra una visión elegíaca de lo que perece, en su belleza, ofreciendo en algún momento, una sentida imagen, casi becqueriana, de la nostalgia: “De su belleza / de su blanco jardín / germina el musgo (…) / ¿Recordará su sitio / la muda sustancia de la niebla? / De su belleza / de su blanco jardín / la noche rueda” (p. 32). Mientras que en “Niebla”, lejos de la desolación de la oscuridad, esperable, recrea un ambiente de sutileza y misterio. Lo que no restablece la visión lo restablece la memoria. La ausencia se torna presencia. Del olvido surge una claridad. Breve libro, Newaráriame, se prepara con su hermosura y su sacrificio, para ser absorbido por otra obra mayor: Desierta memoria, que le sigue.                                                              


Desierta memoria (1998 incluye las tres partes de Newaráriame y dos nuevas: “Sed” y “Horas”. Es un volumen del color tostado del trigo, la sémola nutritiva; pero también como la arcilla fina que filtra el agua. Desierta memoria: ¿no es olvido? Olvido: ¿no es ausencia de recuerdo? ¿qué memoria? En la poesía moderna hay grandes poemarios sobre el espacio vacío: Tierra baldía, L´espai desert, Música del desierto. ¿Se trata de esto?  Cada lector hará su lectura. La novedad ahora son los motivos líricos de la “Sed”, que acompaña al del “pan”, y las “Horas”. La “sed” es el impulso vital, en pos del agua: de la vida. El móvil creador de arte, para su autora. Las “Horas” son el rostro del tiempo. El verso se adelgaza, el poema se acorta, la expresión se comprime, dejando paso a la sugerencia. “Sed” es el ansia, la vida. A lo que siguen visiones descendentes, como en la poesía barroca, de la ciudad sumergida, la nave hundida, el corazón náufrago, el peregrino solitario. Imágenes del mar y lo inestable, como en las Soledades de Góngora, que leía en ese entonces. Todo es ausencia. Las “ruinas” es la parte que se agosta o agota o se desprende: es un “resto” vivo de algo que late en el fondo. Lo que no. Las “ruinas”, dice Cirlot, significan “destrucciones, vida muerta”, “sentimiento, ideas o lazos vividos que ya no poseen valor vital”; y añade: “pero que existen”. Y ese “existen” tiene también su valor simbólico: lo oculto que llora. Para María Zambrano, en El hombre y lo divino, son sólo lo que mereció permanecer de lo que fue: entre lo vivo yerto. La palabra “sed” puede leerse también como “ser”. Y, como en Kierkegaard, la sed se colma con más sed.                                                  


Después vienen poemas que encierran otros secretos: las imágenes de la otredad, la carencia, el valor y la pérdida. Bello es el símbolo del espejo –uno de sus motivos– pues espejo es conocimiento (también convulsión), sobre todo cuando refleja seres en el esplendor de su decadencia, como aquellos del film Saraband, donde Bergman mira a Bergman, y mira la vida en su plenitud, haciéndose luz en un cuerpo desnudo. El espejo es igualmente la desnudez, la autenticidad, aquello que busca cuanto vive: “El azul sargazo de tu desnudez / las tristes cosas ante el espejo / viejas cosas que se resisten, en su nostalgia” (p. 31). Eso: nostalgia. Bello también es el poema “Cihuateteo”, que acaba proclamando la permanencia del deseo: “…queda el deseo”. Un deseo que, como dice Spinoza, es la esencia del hombre. Y podría aún añadirse: fuente y móvil de vida. El resto de los poemas de “Sed” son, en la forma, un canto la brevedad, cercanas al haiku, y, en el fondo, una reflexión, apenas un fulgor, a veces existencial, como en “Vacío de amor”, un relámpago donde brillan la aliteración y el políptoton: “La propia soledad / que ha sido, / que será” (p. 39). Con los motivos del “pan” y la “sed”, en síntesis, cruciales en el libro, rinde culto también a las “metáforas de alimentos”, como las llamaría Curtius, o imágenes del convite, o del banquete, o del convivium, si pensamos en Platón o Dante, lo que no es sino una visión de la escritura como alimento, como algo nutritivo para el ser: para su hambre, para su sed. Alimento de palabras. Maná lírico.                                                                                                          Desierta memoria es así, paradójicamente, pese al oxímoron del título, una recuperación de la memoria. Lo que fue como lo que es. Lo que persiste. Lo que existe, porque se guarda. Porque se escribe. Trazos de algo real: vivencias. Eso que ella dice cuando dice, y dice bien: “El color del trigo, del césped, o hierba evoca el color de la sed.”  De la sed y del hambre, porque el hambre es el origen del arte, como diría también Bergman. La noche, la aurora, el cuerpo, el ansia. La luz. Algo como el misterio de las telas de Millet. O con el misterio de Klee, de Kandinsky. Klee: “Cuanto más dura la vida, más abstracto yo”. “En solitud se alcanza la unidad. El silencio, un libro, un paisaje, son lenguaje, un habla que nos habla”, dice Clariond. La primera fase de su poesía se ha cerrado.


SÍLABAS DE SOLEDAD


Tres años después aparece Todo antes de la noche (2001). Sería galardonado con el premio Gonzalo Rojas.[11] Una portada magenta para un mundo consanguíneo: la figura materna. La dedicatoria reza: “A Olga Ayub, en su descendimiento”. Es una elegía. Por ello, la intensidad y el dramatismo, junto a su alto vuelo lírico. El tema elegíaco ha venido siendo uno de los motivos de la poesía de mujeres en los últimos decenios. Pero en Clariond no es una elegía en el sentido clásico, va más allá: viaje al fondo y vuelta a los orígenes, como decía Gonzalo Rojas, que lo prologó. El texto presenta una estructura pentapartita y una gradación ascendente, progresiva, con un cierre intenso, fruto de una cuidada elaboración, del equilibrio entre expresión y contenido. Todo antes de la noche se presenta, entonces, como un viaje a través de la noche, entre la vida y la muerte, un avance del espíritu que alimentó Desierta memoria.

Uno de sus momentos más intensos es el que alude al planto, como Góngora en su célebre romance “Dejadme llorar / orillas del mar”: “He de llorar / a mitad del río (…) he de llorar” (p. 48). Una bella endecha. Tristeza, lamento, veneración. Otro momento es aquel de escorzo onírico o de pesadilla, hijo de los símbolos: hilo, carroza, niña, abismo. Los versos tienen entonces tono de salmo bíblico y algo de delirio expresionista, semejante al de Trakl. Un tono de orante –y de mysterium tremendum et fascinans, Rudolf Otto dixit, es el que continúan los restantes fragmentos: versos de ofrenda, de ofrecimiento, de apelación, esenciales, impregnados de tensión y dolor. Un dolor que no se evita, ni se exhibe, ni se disfraza, sino que se asume y se asimila: “Vuelve, / dolor desnudo, a mi desnudez” (p. 75). Está también el tono interrogativo –esquema emotivo–: “¿Dormirás ahora? (…) ¿Dormirás entera?” (p. 77). Además del tono exclamativo, sanjuanista, de oxímoron, como una regalada llaga, de altos vuelos místicos: “Oh tristeza dulcísima / dulce variación en las distancias del alma. / Vago noche y día / te llamo y no aconteces” (p. 77). Expresión en el extremo, de altura, de intensidad máxima, como en la Noche Oscura y la Llama de amor viva de san Juan de la Cruz.

La sección “Raíz” encierra otra imagen del origen, así como árbol sería imagen del mundo. “Raíz” es un conjunto de salmos o rimas de orante, donde la poeta dialoga también con la luz –con la esperanza–. Algo que ofrece en fragmentos sintéticos, en ecuaciones densas, con metáforas apositivas y de genitivo: “Luz / el aliento de árbol” (p. 21). Luego está también la imagen de la ceguera: de lo visionario, en aquel verso lacónico, cortante, sintético: “Ceguera: ahí estarás” (p. 16). Un verbo en futuro que es un presente eterno: “estarás”. En “Raíz” navega por mundos de definición, de claroscuro: “Hay regiones que son sílabas de sombras”. Raíz: lugar de origen, de sombra, de sed; de paradoja de ser. Una óntica, también: “Lo que no fui, siendo” (p. 16). A veces las homofonías son suficientes para decir, y decir bien, con una permutación de fonemas, o con una aliteración (m, n), que evoca o convoca un mundo o un ultramundo: “Creer, crear la oración / que nombre su presencia / el misterio / de su alma desprendida” (p. 14). Son recursos no buscados, sino hallados: exigidos por la profundidad misma, como en los místicos.


La sección  de “Fruto somos” son unos fragmentos con litorales, con reflexiones sobre la existencia humana, a veces, casi manriqueñas: “Van los hombres y las cosas / hacia la estancia primera. / La travesía es la voz” (p. 27). Lo mismo que ocurre en las secciones “Rota espuma” y “Signos”, con su acento de tránsito, de temporalidad: “La melancolía es destino / diciéndonos lo que no somos: / un huerto tejido de sombras / la cicatriz de la tarde / el rostro que lucha por saber quién fue” (p. 42). Poesía secreta, poesía esencial. Otras veces se trata de un vocativo dirigido al alma de la ausente, la mater, la figura transformada. Y el tono sigue siendo de orante, pero ahora más alucinado: “Ven, quiero ver tu cuerpo / en la fosa que besaré”, “Bésame, tu bendición / es un destino poblado de pájaros” (p. 56).  Vivencia febril y fiel, de fides y de fe, porque “La fe legítima, dice Jung, proviene siempre de la vivencia”.[12]  Pero, sobre todo, se trata de un vuelo poético. Vuelo que es búsqueda y encuentro de sus raíces: las de la tierra mítica de Sumeria: el origen. Donde miran las efigies, donde hablan los códices, donde crecen los pensiles. Todo está vivo. Entonces la hablante buscó en sus adentros, amó en sus adentros, oró en sus adentros: la sagrada tierra de Babilonia, la puerta celeste. Esta era su casa y su casa era ésta. Un lugar sagrado, una verdad poética. Voz babilónica, corazón fenicio. Y allí puso sus ojos, su mirada, su fe. Miró sus mitos, sus ritos, sus sueños. “¡Es que yo de aquí soy!”, dice.[13]

Poesía de transmutación, de videncia. Pues, como dice la poeta: “Emerge lo olvidado” (p. 27): “La memoria es presencia” (p. 33): “Melancolía es destino” (p. 42). Lleva razón Gonzalo Rojas cuando afirma que voló, voló la mariposa fenicia al encuentro con lo suyo: “Mariposa fenicia voló de Monterrey a Babilonia, “portal de Dios”, como es el nombre sacro. Descifró el mito, habló con el origen”.[14]

Del origen habla también el libro Amonites (2003)[15] del mismo año. Es su otra poética. La palabra amonites, y la ilustración de la cubierta recogen la imagen de un caracol fósil, que ha pervivido en la huella de un cristal o una piedra. Tema de la fragilidad y la permanencia: de la esencia. “No hay más tiempo que el del amonites”, dice. Y en su espiral resuena una música antigua, muy lejana. El breve volumen, en color naranja, da vitalidad al fósil, y así la piedra canta, en una colección de aforismos, verdaderas semillas de un pensar poético en imágenes. De pensar místico. Amonites así recoge lo esencial de sus motivos poéticos o leitmotiv: El primero, el del origen y el destino: “Todo principio es blanco”, “La poesía es destierro, al origen”, “Todo destino tiene su destino”. El segundo, el de la sed y el agua: “Calmé mi alma de tu sed”, “El misterio es la sed”. El tercero es de la fragilidad y el dolor: “Al límite, desvanecerse”, “Instante, callada lejanía”. El cuarto es el del silencio: “En el incendio lo quebradizo es el silencio”, “El ruido es música sin asimilar su silencio”. El quinto es el del encuentro, el cuerpo, el deseo, la corporeidad, la belleza. Y luego vienen todos las demás. El amonites es la versión de Jeannette L. Clariond de un fenómeno escriturario moderno que se ha venido llamando cohetes (Baudelaire), aerolitos (Carlos Edmundo de Ory), proverbios (William Blake), relámpagos (I./ J. Parra). Unos son filosóficos, otros líricos. Los de ella, como los de Ory y Blake, son eléctricos, es decir, poéticos.                                                                                                                                                              Una experiencia relacionada con el origen, en colaboración con la artista Patricia Baez, es Tonalpohualli (2017):[16] veinte poemas en torno a los mitos y símbolos del antiguo calendario sagrado náhualt, sugeridos por las imágenes de los veinte días o glifos, dominados por un dios tutelar, que parten de la visión de un tiempo circular, otra forma de llegar visual y líricamente al origen, como dice Yáñez. “Tiende la belleza a la esfericidad”, había escrito María Zambrano”. Y aquí todo es redondo. Como el corazón. Para Patricia Baez se trata de sentimientos, ocultos tras círculos, o espirales, que unen principio y fin, en busca del centro. Para Clariond se trata de generar, a través ello, una verdad poética, y no poco pone al hablar de las imágenes animales, los mitos, los elementos, los vegetales, los objetos, los fenómenos. Así, por ejemplo, al referirse a Ollín, el movimiento, escribe: “El ascenso es el fuego, / su reposado transcurrir / el cielo alumbra. // el fuego es la casa: un no lugar. / No hay arena que sofoque la palabra. El círculo inaugura el movimiento“. Un no-lugar: como en los sufíes. Bella imagen de un bello imaginario. Otro origen.

 

AZULES RASGADOS                     

Del mismo año que Amonites es su obra Marzo 10, NY (2003), acompañada por los azules de Ramírez.[17] Todo el poema trasluce el sonido del miedo, aquel que Jung identifica con el “espíritu del mal.[18] Ya en el fragmento 1, lo sugiere. Mientras en el 2 la pregunta se torna exasperante y la respuesta se llena de ceniza barroca: “¿Somos historia? No, mancha, / humo / de imposible trascendencia / agua entre los robles”. Acto seguido, el miedo se hace con el poema: “El miedo es encontrar la propia semejanza”. En el fragmento penúltimo, un golpe en el alma, con una interrogación retórica, imponente, clama: “¿Acaso no hay medida para el miedo del alma?”. Rilke habría dicho “muerte en el alma”. Por eso, su decepción ante el silencio de un dios ciego, y ese grito que es clamor existencial, como el de Job en la Biblia: “Dios, no sé en dónde estás” (fragmento 8). El miedo mata de blancura el color mismo de la página. Es muerte viva. La poeta no cierra del todo esa puerta: “El colibrí se nutre de la flor, nosotros / de deseo” (p. 9).

Vienen luego 7 visiones (2004),[19] en colaboración, de las cuales 3 son suyas y 4 de Gonzalo Rojas. Sus poemas son “La casa”, “Mina 1004”, “Marzo 10, NY”. “La casa” es otro canto al origen: la casa como resguardo del ser. La casa como cuerpo, como protección, como cosmicidad, según señala Bachelard en Poética del espacio. Un poema encabalgado y breve, sintético, que contiene la mayor parte de los elementos de su poesía: lo incierto, la niña, lo blanco, el silencio, la revelación, la composición, el árbol, la niebla. Una poética del silencio. Una poesía, cuyo efecto sorpresivo, su intensificación, surge precisamente de la reiteración de elementos y sintagmas, y de su estructura circular. Por eso, leerlo es releer también su poética. Distinta es la construcción de “Mina 1004”, un poema más extenso y más tenso, poema cinematográfico, un clamor, en versos largos, cruzados por relámpagos sobre una tragedia familiar: el incendio de aquella que fue blancura original. No encontramos en la poética del fuego de Bachelard, y tiene tres, un símbolo que redima aquel profundo dolor, aquel miedo: “Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura / de la hoja, del sigiloso carcomer, / del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del / florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo. / De mí misma y el filtrarse del viento / que llevaba el polvo de los sicómoros”. Ciclo del miedo.


Todos estos poemarios son reabsorbidos por un libro mayor, como antes lo había hecho con otros: Momentos del agua (2006). Una obra también en colaboración.[20] Ahora Jeannette L. Clariond, empieza con un poema sobre la sed y acaba con otro sobre el agua: un diálogo y un epílogo. El desierto y la sed, pero sed también de ternura. El agua y el río, pero también fervor de la estirpe: no sólo temporalidad. Los momentos del agua, así, es otra antología. Destacan los poemas “familiares”, evocación de la intemperie. En especial, el poema dedicado a Jeannette, con su polisemia y su ambigüedad: “sino” (=sino, signo, sí y no) y “tormenta” (=tormenta, tormento, presagio). Mientras los poemas de los “retratos” son como si fueran trazos al óleo, a la acuarela o al carboncillo: el autorretrato, el retrato de Rimbaud, el lienzo de Millet. Pero siempre sugeridos, esbozados. Entre tanto, la poeta no renuncia al aforismo, y lo utiliza como pieza de apertura, de cierre –epifonema– (al modo Ada Salas), o de separación, o columna vertebral, alero en el centro del poema: “La muerte es la flor / cuando se abre” (p- 65), “El nombre inventa la forma” (p. 67), “En vano nombramos y nunca llegamos a ser” (p. 63). La poesía de Jeannette L. Clariond ha cerrado su primera y segunda fases.

A esto se había cerrado un siglo y se había abierto otro: XX, XXI. Para entonces, nuevas perspectivas han llegado a su poesía. Por un lado, ha descubierto en la traducción nuevas vetas: la poesía de Charles Wrigth, la de Alda Merini, de quien ha traducido diez libros. Además del volumen de Harold Bloom, La escuela de Wallace Stevens, así como Decreación, de Anne Carson, Presente compañía de W. S. Merwin, que vino después y Poesía completa de Elizabeth Bishop, que llegará más tarde. La traducción para Clariond, es motivo de conocimiento y participación. De acompañamiento. En particular, el mundo de Alda Merini, cuyo verbo poético, literalmente la atravesó y de quien ahora traduce su autobiografía. Por otro lado, está el reconocimiento que había ido adquiriendo, siendo incluida en antologías de poesía hispanoamericana de envergadura, como Casa de luciérnagas (2007) y Antología de poesía mexicana de hoy (2008),[21] y en importantes colecciones españolas, italianas, portuguesas, griegas y árabes. Paralelamente, también, ejercía su función de editora en el Vaso Roto –bajo la advocación de Hölderlin–. Su obra sigue su propio destino. “Sed es destino”, había dicho.

CRISTAL MAGENTA

Con Leve sangre (2011) (finalista del Premio Cope de Perú) se produce un cambio sustancial en su voz. La sinfonía se torna polifonía. El mundo lírico se acerca a las voces del drama. El verso se dilata. La poesía se acerca a la música y a la escena. El personaje es muchos. ¿Teatro, cine?: ¿Sófocles, Bergman? El cine es espejo de lo real, el teatro es un clamor. Leve sangre era un nuevo impulso, más bien musical. Una poesía escénica, polifónica, con distintas voces, con distintas técnicas, con distintas afluencias. Es una polifonía y la voz de una mujer, rota, como en «Lamento de la Ninfa» de Monteverdi. Un madrigal: por eso también esas cinco o seis voces en contrapunto. Formalmente, se halla entre el poema en prosa, el versículo y el verso de arte menor, y dentro del plano fónico y visual, aprovechamiento de los recursos tipográficos y de puntuación. Una mayor estructuración del contenido que ahora lleva los soportes de las voces, las pausas, los silencios. Se trata de un libro fuertemente musical, que tiende a la noción del poema total: poesía, teatro, música, canto, movimiento, danza.

En el poema, ciñéndonos ahora a la parte germinal, “La tarde”, destaca el papel de la voz principal, el soliloquio de la hablante lírica, que empieza exponiendo su situación de pérdida y extravío, en un paisaje dorado, crepuscular, donde, en leves pareados, toma conciencia de sí misma: “Extraviada, miré la tarde contra el viento desnudo, / las hojas caídas escuché. // Vacía, Emily ¿es real que la tarde se vacía?// La poesía es ausencia de agua, puerta / que abre a otra puerta y una más. // Nada entraba en mis ojos o en mi lengua / que no fuera belleza//(…) Salí a caminar por calles oscuras / el horizonte se abrió lento ante mis ojos” (p. 9). ¡La tarde! Esa hora divina de los crepúsculos. La luz cálida. Pero su verso sigue rondando las estancias de Juan de la Cruz. Y como la doncella de los Cantica Canticorum se lanza en pos de la belleza de la noche. Lo necesitaba como la sed, dice con tono dramático: “Necesitaba del silencio como la muerte el destello de la flor / madrigales para hundir mi leve sangre, piedras de río donde enjugar el paño sagrado” (p.10).                                                                                                                                            La cercanía de la obra de Alda Merini, que traducía, y la de san Agustín, que había leído durante años, le facilitaban otras vías. Así lo vemos siguiendo la letra redondilla principal. Así encontró su propio color, el color magenta. Otra es la voz, del personaje desdoblado, el de los versos cortos y tensos: “Oh mar / acoge / mi desamparo” (p. 12). Forma vocativa, que nos recuerda que seguimos ante una poesía de orante. No falta tampoco la presencia del guía, como en La Divina Comedia, como en el sufismo de cercano Oriente: “Acompáñame, sé mi guía en la piedad, alcánzame que en tus labios se transforma en vino dulce. Ave, asciende la colina que mide las longitudes de mi origen” (p. 15). Formas apelativas. A veces de desamparo, pues como dice María Zambrano: “Sin desamparo la inmensidad no aparece”. Poética de orante lírico.


Luego están las otras voces. La otredad. Una de ellas surge en las cursivas, cuando la soledad se acompaña. “Leve sangre:  yo estaba rota”. Por eso, esa voz dice: “¡Callad, hermanos muertos! No alcéis vuestras voces, / romperíais las vasijas” (p. 10). Es el alter ego. Después está la voz de las acotaciones y los paréntesis. Pero también son una señal de otra voz el fragmento destacado como si fuera una cita y la expresión en otras lenguas: formas latinas, por ejemplo, emblema de una extranjería que se vive.                                                                                                              La obra se enriqueció con otras partes, posteriormente, incorporando nuevas experiencias. Un ejemplo está en la sección II, “Recordación”, dedicado al tema de la memoria, tan importante, como decía san Agustín, y al silencio mismo: “Sus ojos miraron el principio, amaron la duración de la flor, pero el dolor cubrió el oro silencio de Sainápuchi) // Arde en su soledad la piedra” (p.24). Ahí está todo, una imagen de la belleza.


COMO SI SE BARAJARAN

Mientras tanto ha realizado otro recorrido: el de las antologías. Una antología es siempre una tabla de salvación para un poeta. Una actualización. El vuelo para mejor acercarse a los lectores. Una forma necesaria de estar vivo. Todo poeta es su antología. Sin antología poética no hay viaje. Una antología es como un juego de cartas. Unos la barajan, otros la reúnen, otros la espigan o descartan. Clariond sigue criterios varios. Puede haber una cronológica, otra salteada, incluso puede haber otra temática.                                                                                                                Su primera antología poética fue Nombrar en vanoAntología personal– (2004)[22], con un epígrafe de Alda Merini, una antología lineal, clara, de la evolución de sus libros: sus dos primeras épocas, esencialmente: la de la sed y la los orígenes. Una bella edición en color magenta, el color de la penumbra, con un círculo en la portada para mirar al fondo: el ágape poético, la escritura como alimento. Una antología necesaria. Sigue la antología temática: Momentos del agua (2006), ya comentada. Hasta cerrar con dos antologías más, casi seguidas, de los años 2013 y 2014: Astillada Claridad y Cuaderno de Chihuahua. La primera es una selección barajada y parcial, realizada por Antonio Tello, bella, incluso en el color magenta de la portada –nuevamente, la penumbra– y en el título: Astillada claridad,[23] que destaca la fuerza del deseo el valor del silencio y la memoria, la precisión sintáctica, la esencialidad y el origen. Una de sus novedades, sin embargo, es la que se refiere a la belleza: “Toda belleza es vaticinio”, afirma. La belleza como una imagen de la conjunción. “La belleza es una manifestación sensible de la unidad”,  había dicho María Zambrano. La belleza está también en sus líneas versales, “líneas poéticas”, llenas de claridad y espacios en blanco, próxima a las de Klee, de Valente, de Sánchez Robayna. Una belleza que se enfrenta también al vacío: “crea ese su vacío”.                                    


El otro libro, Cuaderno de Chihuahua, es una maestra del género. ¿Qué género? ¿el de memorias? – No: el poético. Esto José Ángel Cilleruelo lo ha visto bien. Copio parte de lo que dijo sobre ella. No tiene desperdicio: “Tu Cuaderno parece un texto memorialista. No lo es. Parece una crónica familiar. En absoluto me lo ha parecido. No es biografía, o esa biografía al uso que se ordena alrededor del aturdimiento del tiempo. No hay datos, no hay concreciones, no hay fechas. No hay ningún ruido. Tu Cuaderno, te esfuerzas por decirlo muchas veces (23, 55, 58, 64, 70, 77, 83, 115), pero ni siquiera era necesario, es un libro sobre el Silencio. El silencio como la materia que sedimenta la vida al pasar por el cauce del tiempo e irse. Después de irse. Ese silencio: el grano que queda en el cedazo luego que la brisa se haya llevado volando los fragmentos de la paja, es decir, el tiempo monocorde. Silencio como experiencia interior. Eso es tu Cuaderno. Una experiencia interior. No es una biografía exterior, de datos y fechas, sino de imágenes que han quedado grabadas con los ácidos del sentir —del dolor y de la alegría—, bajo el tórculo del tiempo, sobre el papel del alma”. Y añade: “Es una asociación que hice, debido a que en Cuaderno, es cierto, no importa la historia, no quiero (no podría) narrar sino ciertos momentos determinados por la memoria”.[24] ¿Qué se puede añadir? Para mí, es también eso, una poética, sí, del interior, una poética del silencio.


Jeannette L. Clariond. Al leerla percibí enseguida, leyendo libros como ejemplo de poesía hispanoamericana, el cristal distinto, magenta o corinto, de sus versos, entre lo humano y lo sagrado que me hacían pensar en Spinoza, el alejado pulidor de cristales. El lector de poesía sabe si un poema tiene alma. Un temblor, un latido. En la poesía de Jeannette L. Clariond hay algo que eleva. Habla en fragmentos, une fragmentos. De allí quizá su amor por las ruinas. Hay en Desierta memoria un poema que recuerda a María Zambrano: “En un trazo / perfectamente delineado / el horizonte…”. Esos trazos hablan de un mundo poético que es amplio y largo. En su obra hay atmósfera, Cirlot tiene atmósfera, Ory tiene atmósfera, Carmen Borja tiene atmósfera. Pero Paz más que atmósfera tiene climas, Picasso también era de climas. Clima es todas partes. Atmósfera es lo propio. Atmósfera es, en su caso, ese marco donde respira, un hábitat poético: el desierto, la sed, el origen, la mujer, la luz, el cuerpo, el deseo, la sombra, los atardeceres, el perfil de lo remoto y la cercanía, los planos cortos, casi cinéticos, de algunos familiares, el fulgor de algunas flores, el detalle levemente sugerido, la vivencia de la noche y el cielo nocturno, la penumbra de los sueños y los recuerdos, la visión de lo cercano e inmediato, la intensidad contenida, el espacio que llamamos sentimiento y se convierte en espacio, cosmos propio. Y lo mejor: la reticencia, esa figura que consiste en sugerir y no decirlo todo: dejar espacios en blanco, para el lector y el pensamiento. Hay una frase bíblica que dice: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Su poesía me conforta. Me hace saber que su dolor es el mío, su ausencia, mía, y mío he hecho el sentir de su voz que en el ocaso me atraviesa.

Jaime D. Parra / Barcelona

8 de septiembre de 2017


(Texto incluido en Huracán de sol, CONARTE, Monterrey,                                                                             Nuevo León, 2019)

[1] María Zambrano: Algunos lugares de la poesía, Ed. Trotta, Madrid, 2007. Especialmente, las páginas preliminares 47-56.

[2] María Zambrano: Claros del bosque, Ed. Cátedra, Madrid, 2011, p. 185.

[3] Algunos lugares, op. cit.  p. 50.

[4] Ibid., p. 55.

[5] Ibid., p. 48.

[7] Jeannette L. Clariond: Mujer dando la espalda, Ediciones Castillo, Monterrey, Nuevo León, México, 1995. Presentación de Ricardo Yáñez.

[8] Mujer dando la espalda,  p. 11.

[9] Alfonso Caso: El pueblo del sol,  F.C.E., México, 1953.

[10] Jeannette L. Clariond: Newaráriame, Colección Flor de Arena, UACH, 1996. De curiosa portada, y curiosa colección, que invitan al sueño: cubierta rosa, con una mariposa en vuelo, en la colección Flor de arena.

[11] Jeannette L. Clariond: Todo antes de la noche, Ed. Pre-Textos, Valencia, 2001. Prólogo de Gonzalo Rojas.

[12] Símbolos de transformación, p. 245.

[13] Entrevista con la autora: “Viaje al fondo”, del 17-VI. 2017.

[14] Ibíd., op, cit. p. 8.

[15] Jeannette L. Clariond: Amonites, Ambosmundos, México, 2003. Y, además un trabajo realizado en colaboración con el fotógrafo Carlos Rodríguez, en una exposición y postales del Parque Ecológico Chipinque. Poemas portátiles.

[16] Patricia Báez / Jeannette L. Clariond: Tonalpohualli, Abstracta Ediciones, Barcelona, 2017. Preámbulos de Ricardo Yáñez, Patricia Báez. Jeannette L. Clariond, Dolores Olmedo. Libro de artista. Edición trilingüe: castellano, inglés, francés.

[17] Jeannette L. Clariond / Víctor Ramírez: Marzo 10, NY, Abstracta Ediciones,  Barcelona, 2014. 1º Ed. en 7 visiones (2004); 2ª ed. en Momentos del Agua (2006).

[18] En Símbolos de transformación, op. cit. p. 360, escribe: “El espíritu del mal es el miedo…”.

[19]  Jeannette L. Clariond/ Víctor Ramírez: Marzo 10, NY, Abstracta Ediciones, Barcelona 2014, 1ª Ed. en 7 visiones (2004); 2ª ed. en Momentos del agua (2006).

[20] Jeannette L. Clariond / Víctor Ramírez: Los momentos del agua, Ediciones La Polígrafa, Barcelona 2006. Libro de artista. Ed. bilingüe: inglés y castellano. Epílogo de José Corredor-Matheos. De este libro existe otra versión: coeditado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Instituto Nacional de Bellas Artes; Ed. Calamus.

[21] Ambas en la Editorial Bruguera, Barcelona. Ed. de Mario Campaña.

[22] Jeannette L. Clariond: Nombrar en vano, Mantis Editores, Conarte, Nuevo León, 2004.

[23] Jeannette L. Clariond: Astillada claridad, Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2014. Introducción de Antonio Tello.

[24] Remito a la reelaboración del mismo publicada en su blog, El balcón de enfrente, en junio de 2017: http://elbalconenfrente.blogspot.com.es/2017/06/una-mistica-contemporanea-cuaderno-de.html.

Comments


bottom of page