Roja el agua el anochecer, cielo a donde las lavanderas bajan a beber su propia mancha.
Planean hundiendo su brillo en el ojo sellado por el viento. Su sed es más cruel que la carne, más fuerte que los cántaros de sombra en el corazón oscuro
de este mar. Dejé caer de mis hombros la túnica ribeteada en oro y dormité bajo el peso de una red escuchando el estruendo del oleaje. El tiempo no era tiempo y en el océano todos los reflejos acrecían la alta marea.
No había barca para navegar el límite. No había río para tocar la orilla. Nada bajo la desnudez salvo surcos y sal.
Áurea manta y plata calló sobre mí cubriendo de azul sargazo el ojo insustancial de un cielo buscando definirse.
Jeannette L. Clariond Diciembre 29 / 2015
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