La fundadora y directora de Vaso Roto explora las claves de la obra y la personalidad del poeta de origen serbio, fallecido el pasado 9 de enero.
José Luis Martínez S.Ciudad de México / 20.01.2023 21:20:00
Charles Simic murió el pasado 9 de enero. Nació en Belgrado en 1938 y desde los 16 años radicó en Estados Unidos. Poeta y ensayista, creó una obra deslumbrante que en la década de 1990 comenzó a circular en México gracias a las traducciones de Elisa Ramírez Castañeda y Rafael Vargas. A partir de 2005, con Mi séquito silencioso, traducido por Antonio Albors, ha formado parte del catálogo de Vaso Roto, editorial que en los próximos meses publicará su último libro, Sin tierra a la vista, del que en estas páginas ofrecemos un adelanto en la versión de Nieves García Prados. En entrevista por correo electrónico, la poeta y traductora Jeannette L. Clariond, fundadora y directora de Vaso Roto Ediciones, habla del trabajo y la manera de ser de Charles Simic, a quien considera “un ser humano extraordinario” y del que ha publicado, entre otros libros, Acércate y escucha, La vida de las imágenes, Una mosca en la sopa y El mundo no se acaba, traducido por Jordi Doce, por el que fue reconocido con el Pulitzer de Poesía.
—¿Cómo llega Charles Simic a Vaso Roto?
Traduje Zodiaco negro de Charles Wright en el año 2000 con la beca Rockefeller/ Conaculta. Un libro extraordinario y complejo que obtuvo el Pulitzer y el Premio Nacional de la Crítica. Tres años más tarde traduje Una breve historia de la sombra, del mismo poeta. En la investigación que hice sobre Wrigth encontré un intercambio sobre poesía, imaginación y metáfora entre Wrigth y Simic, que incluí al final del poemario publicado por la ya extinta DVD Ediciones. Dos maneras del dolor: la de Wright, contemplativa, con tendencia al silencio y a la visión oriental del mundo; mientras que la de Simic, irónica, vital y sagaz. Wright suele utilizar el pentámetro yámbico doble, mientras que Simic fluye cristalino en una prosa que lo distingue del resto de los poetas de su generación. Desde entonces llamó mi atención y los buscamos para Vaso Roto Ediciones.
—¿Podrías hablarnos de algunos de los libros que has publicado de Simic?
Una mosca en la sopa es la gran metáfora de su persona. Es el libro más autobiográfico y el que mejor refleja su postura ante el mundo. Asombra ver que, en medio de sus privaciones en París, salía a caminar por las noches a ver escaparates en la Rue du Saint-Honoré. No es el poeta crítico de las calles donde compran los millonarios. Es ese su talento: salía a buscar belleza, sin importar si estaba en un bar, en la entrada de Moulin Rouge, los bares y tabernas a donde llegaban las limusinas. Una mosca en la sopa es la más alta manifestación del poeta que encuentra belleza en la tormenta. La poesía de Simic tiene que ver con esa observación del detalle; así fue desde su niñez a pesar de encontrarse debajo de una cama mientras caían las bombas que posteriormente retratará en un verso memorable: “La trenza de humo negro de mi madre”. La vida de las imágenes resplandece en claroscuros por la visión que Simic tiene de la imagen, algo en donde resplandece la voluntad y el azar. Ver desmembrarse Yugoslavia llevó a Simic a asumir que el arte es la autodestrucción de sí mismo ante el público, quedarse sin brazos, sin piernas, arrancarse el corazón a dentelladas y gritar que su dolor lo guía hacia un acto sagrado. Ese libro muestra que Simic admiró el entusiasmo incondicional del mundo ante la reestructuración de Yugoslavia. Creo yo que fue cuando decidió acoger el inglés como lengua de escritura, además de llevar a esta lengua a poetas serbios, croatas, eslovenos y macedonios, fascinado por sus diferencias. Simic fue amigo de Tomaž Šalamun, también publicado por Vaso Roto: “Defiende lo tuyo, pero respeta a los demás”, escribe Simic en este libro evocando a su abuelo. Y agrega que jamás hallarán un destino dichoso quienes han hecho sufrir a los inocentes. La vida de las imágenes está repleto de reflexiones necesarias sobre la noche, el alma, la fotografía, sin preocuparse si se repite o no, si se han dicho antes, si son novedosas. Simic prefirió, con base en la repetición, no insistir en la imagen sino en la profundidad de esta, en la manera como cada rayo de sol, dependiendo de la luz del día, dice una cosa distinta, a pesar de ser el mismo rayo. Amante del cine y de la pintura, su poesía suspende las imágenes como si fueran pinturas para luego dejarlas transcurrir en chorros de color. El monstruo ama su laberinto son trazos de pensamiento: “El poeta ve lo que el filósofo piensa”. Como mencioné antes, recapitula lo vivido y, sin mencionar la palabra sufrimiento, hace patente su dolor, su orfandad, su pobreza, sin situarse en el papel de víctima. No se conduele de sí mismo. Pone en claro la barbarie que somos, la estupidez humana que hemos llegado a ser: “Hay tres clases de poetas: los que escriben sin pensar, los que piensan mientras escriben, los que piensan antes de escribir”. Si Eduardo Lizalde usaba la tarántula para hablar del odio, Simic usa la araña o un botón negro para llegar a la precisión del objeto, sin importar cuán pequeño fuera. A esto alude en El mundo no se acaba: “Todo es predecible. Todo ha sido ya predicho./ Lo predestinado no se puede evitar. Incluida esta/ patata hervida. Este tenedor. Este trozo de pan negro./ También este pensamiento”.
En sus últimos libros, Acércate y escucha y Sin tierra a la vista, habla un Simic más próximo a la muerte, el que pide que acerques tu oído y escuches el pulsar de la Tierra, quizá su propio corazón. En el inédito (en español), Sin tierra a la vista va con la vista puesta en la otra orilla pidiendo a su pequeño bote se cuide, puesto que es quien lo transportará hacia el final. Diría que El lunático tiene poemas que todos deberíamos leer. Hay un poema, en traducción de Jordi Doce, que encierra el pensamiento y ars poetica de Simic, “Historias”:
Pues las cosas escriben su propia historia
por humilde que sea,
el mundo es un gran libro
abierto en una página distinta
según la hora del día
donde puedes leer, si lo deseas,
la historia de un rayo de sol
en el silencio de la tarde
y de cómo, debajo de una silla apartada
dio con un botón perdido hace mucho,
un botón negro y muy pequeño,
de la parte trasera de
aquel vestido negro
que ella te pidió una vez que abrocharas
mientras insistías en besarle el cuello
y tocarle los pechos.
—¿Sin tierra a la vista, que Vaso Roto publicará este año, sería su testamento poético, como ha escrito Mauricio Montiel Figueiras?
No puedo decir que sea su testamento poético. Por supuesto que tiene un poema cuyo título es “El funeral”, en donde se vislumbra la partida. Cada acto de Charles Simic es un testamento: cuando pidió tres bolas de nieve en el Hilton de Guadalajara, degustándolas con su tequila; en la ceremonia de Bellas Artes en el centenario de Octavio Paz; en el Cervantes de Nueva York, de donde se sale justo al terminar la lectura porque tenía que dar una clase temprano la mañana siguiente…, todo eso es un testamento, es una vida dedicada a la contemplación y al pensamiento de eso que se contempla, fuera el cielo, fuera el botón negro tirado en el suelo mientras besa el cuello de la mujer y acaricia sus senos.
—¿Qué nos deja su poesía?
Charles Simic logró pulir sus sentimientos para poder pulir su voz. No hay hebras sueltas, no hay pesadez, no hay esa necesidad que tenemos a veces los humanos de ser comprendidos y escuchados. Charlie tenía la altura de los montes nevados. En la Feria del Libro de Guadalajara de 2019, me dijo que había cumplido 80 años y que apenas tenía la posibilidad de aceptar invitaciones, fuese a ferias, fuese a encuentros literarios. Como ya comenté, lo vi salirse de algunas cenas, porque tenía que impartir sus lecciones temprano por la mañana. Su obra trasluce ese compromiso del maestro con sus alumnos, con la poesía, con sus lectores. Su obra no pide premios, otorga reflexiones sobre nuestra propia vida, fin último de la poesía. Se va un ser humano extraordinario que atravesó el océano, que buscó la luz en el jazz, en el cine, en el silencio de la pintura. Se va un poeta que supo asumir su misión y entregarla con la delicadeza del jade que brilla sobre las piedras recién lavadas.
—Tú lo trataste. ¿Cómo era?
Observador, callado, sin deseo de hablar como un tema conversatorio sobre lo que ya había escrito. No puedo decir si usó la risa como defensa, solo podría asegurar que tuvo la suficiente inteligencia para aceptar la vida (el laberinto) con humor e ironía. Los grandes poetas que están dotados de una gran fragilidad, como Simic o Carson, se valen de la ironía como tropo. Paul de Man calificó así esta figura retórica que sublima el dolor y la rabia ante el poder y la injusticia para entregar algo superior que alza nuestra mirada hacia pensamientos que acaso florezcan en posibles respuestas. Nunca quiso hablar sobre las razones por las cuales no empleó su lengua materna como hiciera Vasco Popa, a quien consideraba su dios. Es importante señalar que cuando hablamos de Estados Unidos como imperio, no nos percatamos de que poetas como Charles Simic, Anne Carson, Ocean Vuong, Ha-Yin, Li-Young Lee, Jenny Xie, son astros rutilantes sobre el acero de los puentes reflejados en los rascacielos que, al mirarlos, no podemos sino seguir contemplando lo alto. Son ellos, los refugiados, los sin techo, quienes proporcionan losetas, camas y puertas para construir un espacio con una ventana a través de la cual vemos caer la nieve.
https://www.milenio.com/cultura/laberinto/charles-simic-encontrar-belleza-en-lo-inesperado
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