18 Abril 2008
Lozano
I
“Era el agua primero, sobre un mundo naciendo de la mano de Dios…”
Dulce María Loynaz
“…como un recuerdo que cifra su resplandor, se abre la delicada flor del agua.”
Coral Bracho
“No hay espacio más ancho que el dolor, no hay universo como aquel que sangra.”
Pablo Neruda
La presentación de un libro de poemas es —y ha sido siempre— un insoslayable acto celebratorio en nombre de la poesía misma, por eso congregados todos comparecemos hoy a la salutación de un nuevo libro de Jeannette, para ser testigos que Los momentos del agua se sustentan con los caudales de su propio bautismo.
Desde la antigüedad, para los filósofos presocráticos en su necesidad y afán de explicarse el mundo, fue el agua uno de los cuatro elementos constitutivos de la materia, mismo que representaba la emoción e intuición. Tales de Mileto, el primer pensador del que se tiene noticia en la civilización griega, consideraba al agua como sustancia que daba origen a todas las cosas del universo. Por otro lado, en la tradición Wicca (también conocida como “la antigua religión”) instaurada por Gerald Gardner en los años cincuentas del siglo pasado, el agua se asocia —además de las emociones— a la sabiduría, a la feminidad y al alma. Nutriéndose tal vez inconscientemente de estas culturas y tradiciones, ahora Lozano Clariond le confiere a este elemento una existencia propia, símbolo espiritual de la Verdad:
“Mejor dejarse arrastrar, el agua nunca se equivoca”.
En la tradición literaria mexicana se encuentra ya en la primera mitad del siglo XX un referente al símbolo del agua, que aparece en ese poema intelectual de largo aliento, de raigambre filosófica y de marcadas connotaciones metafísicas, el que escribiera José Gorostiza, “Muerte sin fin”. Este autor del trópico tabasqueño se refiere al agua —en mínimo concepto— como la esencia del hombre, que a resumidas cuentas es el alma que anima a esos “peces del aire altísimo”.
Pero volvamos a estos poemas en los que sin altibajos, sin aspavientos, sin altavoces que trunquen ni la imagen ni la música del verso, asistimos mediante su lectura a estaciones espirituales diversas, a la casa familiar que un día de adolescencia se vio arder, a la soledad de una urbe cosmopolita, a las márgenes de un río canadiense, en las que “una vaga nostalgia se precipita […] al apacible aliento de la luz”, a la contemplación de un autorretrato, a la reflexión sobre la muerte a partir de una flor. Somos, en fin, partícipes de esto y de aquello. De aquello, de esto y de lo otro.
Quien de esta aguas beber desee, deslícese en los versos memorables que esta poeta, a fuerza de no hacer concesiones con el olvido, ha encauzado con rumbo más que cierto en el devenir de un río acaso personal e intimista, en cuyas profundidades la voz poética se ahonda para luego emerger más prístina que antes. Si para Alda Merini, poeta italiana traducida al español por Jeannette, la escritura es como un milagro, para ésta el quehacer poético significa un destino, vocación de rescatar la memoria y fijarla en el poema como discretas pinceladas de acuarela o lienzos en los que se plasma con firmes trazos, pero a la vez suaves (oh ingrata paradoja) la propia condición dolorida del ser:
“Nací abrazada a un dolor
de extendidas raíces
cuya verdad es mi vida.
Este antiguo dolor me sostiene.”
Qué sutil manera la de la autora de apropiarse del misterio de la vida, trascendiendo el dolor y haciéndolo germinar en el poema, pues ciertamente ella sabe —y ya lo decía la Merini— que así como nacen los libros, también nacen los poetas. El escritor Alfredo Espinosa, refiriéndose a Desierta memoria, libro anterior de Jeannette, pero que bien ilustra la estilística general de la autora, señala que “[u]no de los aciertos […] es que las pasiones se dibujan apenas entre la niebla. La tensión poética no se expresa con el dramatismo histérico, sino en unas cuantas líneas que expresan un recogimiento sosegado capaz de enfrentar la verdad de sus hallazgos”. Preciso es el tono para expresar entonces: “Ay, existir siempre es destiempo”. ¿Falta algo más por agregar? Ah, sí —porque aunque amarga sea la belleza debemos alabarla— que los momentos del agua, bellos como el libro que los contiene, posee bellas réplicas de las pinturas de Víctor Ramírez, bellas como la belleza de la que es portadora la poeta misma, y como bellas sólo pueden ser las auténticas obras de arte.
II Con ritmo de pálido relámpago, un epílogo Flor enhiesta en el desierto de la melancolía tú, Jeannette —flor con voz que no cesa el canto desde los manantiales que abrevan de los recuerdos— deletréame tu historia. Bouquet de nardos mas siempre flor de cuya fragancia sabrán las bestias indefinidamente indómitas y allende el silencio los álamos hacia el camino de invierno deshojándose. Creatura de qué hambre pronto a saciarte vienes al jardín de la escritura. Mucho antes de la noche, sí —toda ciega de tantísimos ojos— del firmamento escanciarás su luz la sola luz: el resplandor de tu poesía y tu poesía misma aquel resplandor. Y si el fulgor oscuro de ese cielo te amedrenta baja los párpados y mira mírate nacer de nuevo por un instante más en los momentos del agua. Y sobre el remanso de esa agua, del alma ya oceánico espejo perenne pétalo de toda flor el de tus versos, Jeannette. De lo que se calla, procede la calumnia: nutriéndose del silencio se afinca: confíame otra vez tu historia por eso mismo por eso dime de qué abismales ríos tu palabra invicta. ¿Dónde siquiera la ánfora propicia ahora que colme ya el hálito rumor de tu nostalgia, dónde? Dónde… En su aridez mi lengua comparte de siglos tu sed.
Julio César Aguilar
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